La mañana del día en que iba a morir, el doctor José Gregorio Hernández estaba de plácemes; cumplía 31 años de haber aprobado su examen de grado en la Facultad de Medicina y la tarde anterior se había firmado en Versalles el tratado que oficialmente ponía fin a la Gran Guerra.
Como hacía siempre, se levantó poco antes de las cinco y rezó el Ángelus; luego dirigió sus pasos al vecino templo de la Divina Pastora donde oyó misa y comulgó. Cuando salió de allí el frío había amainado, miró en torno suyo, saludó cordialmente a los vecinos y fue a cumplir con la tarea que se impuso como ofrenda, muchos años antes en la tumba de su madre: atender y dar aliento diario a sus enfermos más pobres.
A las siete y treinta estaba de regreso en casa. Comió pan untado con mantequilla, unas lonjas de queso y tomó guarapo de papelón, frugal alimento servido por su hermana María Isolina del Carmen. De metódico espíritu franciscano se dispuso luego a hacer lo que habitualmente hacía; ordenar su modesto consultorio y verificar la lista de pacientes que solicitaban su atención aquel día. Al terminar con ellos pasó a ver a los niños del Asilo de Huérfanos de la Divina Providencia y a los enfermos del hospital Vargas.
Cuando volvió a casa poco antes de mediodía, María Isolina lo recibió con una grata sorpresa, Dolores su amantísima cuñada le había enviado como obsequio una jarra de carato de guanábana, uno de los pocos placeres que se permitía el médico asceta. Bebió dos vasos de aquel rico zumo y se fue a la iglesia de San Mauricio para la contemplación diaria del Santísimo Sacramento. A las doce en punto, al toque del Ángelus, rezó el Ave María y regresó para almorzar.
La última comida de su vida consistió en sopa, legumbres, arroz y carne. Mientras comía recordó a Isolina que aquella tarde les visitarían su hermano Cesar y su sobrino Ernesto, quienes conversarían con él los arreglos de un proyectado viaje a la isla de Curazao. Consumido el almuerzo, Hernández se sentó a reposar en una silla mecedora. A la una y media pasó a visitarlo un amigo que deseaba felicitarle por el aniversario de su graduación. Al encontrarle regocijado, el amigo le preguntó curioso:
En el expediente que comenzó a sustanciar, el mismo 29 de junio de 1919, el Juzgado de Primera Instancia en lo Criminal y que se encuentra archivado en la Oficina Principal del Registro Público de Caracas; el involuntario homicida y las personas que se hallaban en el lugar al momento de ocurrir el desgraciado suceso, dan una detallada relación del mismo, exponemos en primer lugar la declaración de Bustamante:
“Al rebasar el tranvía marchando en tercera, vi que alguien inesperadamente se me puso al frente. Intentando no aporrearlo, giré el volante a la izquierda, pero ya era demasiado tarde; el guardafangos de mi auto golpeó la pierna de esta persona que por el impacto fue a dar varios metros adelante.
Yo entonces detuve el auto a ver si se había parado, pero lo vi en el suelo y reconocí al Dr. José Gregorio Hernández, y como éramos amigos y tenía empeñada mi gratitud para con él por servicios profesionales que gratuitamente me había prestado con toda su solicitud, me lancé del auto y lo recogí ayudado por una persona desconocida para mi.
Le conduje dentro del auto y entonces en interés de prestarle los auxilios necesarios le llevé tan ligeramente como pude al Hospital Vargas, hable con el policía de guardia y le expliqué lo que había sucedido. Rápidamente se acercó un interno y entre todos llevamos al doctor adentro; como en ese momento no había ningún médico en el hospital me fui a buscar al Dr. Luis Razetti, encontrándole en su casa. Al llegar al hospital un sacerdote que venía saliendo nos dijo que ya el Dr. José Gregorio Hernández había muerto”.
La persona que ayudó a Bustamante a recoger y trasladar al doctor Hernández al centro asistencial era el señor Vicente Romana Palacios que avisado por su hermana, salió corriendo de la casa a ver que había pasado y el cura que le dio la trágica nueva de su muerte fue Tomás García Pompa quien por muchos años ejerció como capellán del Hospital Vargas. García Pompa fue quien impuso al Dr. Hernández los santos óleos y le dio la absolución bajo condición.
Angelina Páez, la señorita que estaba en la ventana de su casa, contó luego que al momento de ser impactado, José Gregorio Hernández exclamó: “¡Virgen Santísima!”
Cuando ocurrió el fatídico accidente el reloj marcaba las 2:15 de la tarde.
Médico – Cartujo – Seminarista – Médico
Del matrimonio formado por Benigno Hernández y Manzaneda y Josefa Antonia Cisneros, nació el 26 de octubre de 1864 en el pueblito andino de Isnotú un niño al que bautizaron como José Gregorio, su padre se dedicaba al comercio y su madre a labores del hogar.
Por línea materna este niño descendía del famoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros quien fuera confesor de Isabel la Católica, fundador de la universidad de Alcalá y gran impulsor de la cultura en su época. Por vía paterna José Gregorio se emparentaba con Francisco Luís Febres Cordero Muñoz, eminente educador y escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española.
Su madre, una mujer muy devota falleció cuando él tan solo tenía ocho años pero dejo impregnada en la personalidad del infante una fuerte religiosidad. Al alcanzar la adolescencia se traslada a la ciudad de Trujillo para estudiar el bachillerato en el Colegio Federal de Varones. Su primer maestro, Pedro Celestino Sánchez quien regentaba una escuela privada en Isnotú, notaría muy pronto las habilidades e inteligencia del pequeño por lo que señaló a su padre que debía aprovechar las cualidades del niño recomendándole que lo enviara a la capital del país.
Con trece años cumplidos el joven estudiaba en el colegio Villegas de Caracas, allí obtuvo en 1884 el título de bachiller en Filosofía. Cuenta Guillermo Tell Villegas regente del famoso colegio que José Gregorio era poco dado a jugar con sus compañeros y prefería pasar el tiempo libre en compañía de libros. A corta edad ya conocía a los clásicos y se auto impuso con mucha disciplina la obtención de una vasta cultura enciclopédica.
A los 17 años ingresa a la Universidad Central de Venezuela para estudiar leyes pero el padre conociendo la natural inclinación de su hijo por ayudar a los demás lo anima a emprender la carrera de Medicina, éste lo hace ingresando por Biología. Al graduarse de médico el 29 de junio de 1888, José Gregorio Hernández era dueño ya de inconmensurables conocimientos. Hablaba inglés, francés, portugués, alemán e italiano y dominaba el latín; era filósofo, músico y tenía además profundos conocimientos de teología. Para cumplir la promesa hecha a su madre y con el deseo personal de ayudar a sus paisanos se traslada a ejercer la medicina en su pueblo natal.
El 30 de julio de 1889 regresa a la capital para dar comienzo a una brillante labor científica. Ese mismo año el Presidente de la República, Dr. Juan Pablo Rojas Paúl decide enviarlo a hacer el postgrado en las universidades de París y Berlín con el objetivo de que estudiara teoría y práctica en las especialidades de microscopia, histología normal y patológica, bacteriología y fisiología experimental; para tal fin le fue otorgada una beca de 600 bolívares mensuales.
Estando en Europa fallece su padre quien le deja en herencia algunos bienes que él de manera desprendida decide traspasar por completo a los hijos de su hermana María Sofía. Regresa en 1891 para dedicarse a enseñar todo lo que había aprendido y funda algunas importantes cátedras en la Universidad Central de Venezuela. Su clientela crece día a día a la par que crecía su prestigio como científico llegando a tener la más amplia lista de pacientes en Caracas.
En el campo filosófico Hernández se declara partidario del creacionismo, imbuido por un fuerte espíritu religioso que lo llevaría años más tarde a intentar consagrarse a la vida monástica. En 1907 con 43 años cumplidos y luego de haber prestado importantes servicios a su patria, el Dr. José Gregorio Hernández comunica a Monseñor Juan Bautista Castro, Arzobispo de Caracas, su decisión de entregarse en cuerpo y alma a la vocación religiosa, éste que por muchos años había sido consejero espiritual del médico, muestra ciertas reservas pues considera que aún eran muchos los servicios que podía prestar al país en su condición de científico.
Finalmente decide aprobar su vocación y lo envía al convento de la orden de San Bruno en La Cartuja de Farneta cercana al pueblito de Lucca en Italia. Allí luego de cumplir con los protocolos de admisión fue aceptado bajo el nombre de Hermano Marcelo el 29 de agosto de 1908, siéndole asignada una de las celdas donde debía observar rigurosas normas y someter al cuerpo a constantes mortificaciones, entre ellas privarse de comer o beber por días enteros, evitar por completo el contacto con otros seres humanos incluyendo a sus propios hermanos religiosos, soportar temperaturas de varios grados bajo cero pues no podía procurarse en modo alguno ninguna forma de calor mientras estuviese en la celda como novicio. Todo esto llevó a que Fray Marcelo, pese a estar espiritualmente motivado, tuviera que desistir pues su salud se vio gravemente comprometida.
El maestro de novicios Ettienne Arriat, consideró prudente y así lo recomendó al Padre General de la Orden, que Fray Marcelo volviera a ser el doctor José Gregorio Hernández y que regresara a Venezuela para recuperar totalmente la salud. Por esa razón, y contra su voluntad, José Gregorio se vio precisado a dejar los hábitos y a abandonar la Cartuja de Farneta ocho meses después de haber ingresado en ella.
El 21 de abril de 1909, el vapor “Cittá di Torino” dejaba en el puerto de La Guaira a un abatido José Gregorio quien temeroso de las burlas que lo podían esperar en Caracas, prefirió pasar la noche en una pensión de la calle Los Baños en Maiquetía. Desde allí escribió y envió una carta a su dilecto hermano César en la que explicaba a la familia el motivo de su regreso y sus planes inmediatos. En líneas escuetas contó que un mes antes, el Superior de los Cartujos le había comunicado que no podía admitirlo por no tener vocación para la vida contemplativa, que su lugar estaba en la vida activa por lo que le recomendaba ingresar en la orden de los Jesuitas o que se hiciera sacerdote secular. En la parte final de la carta le decía al hermano que le había escrito al Arzobispo de Caracas, pidiéndole que lo recibiera en el seminario y le pidió que fuera a ver al prelado para saber qué decisión había tomado.
Al enterarse de que la respuesta había sido positiva, José Gregorio subió de incógnito a la capital y se instaló en el seminario. El 24 de abril, el diario La Religión anunciaba con bombos y platillos el regreso al país del doctor Hernández e informaba a sus lectores que éste había sido recibido en el Seminario Mayor de Caracas. Esto provocó una verdadera avalancha de visitantes que alteró grandemente la cotidiana paz del recinto. Familiares, amigos, estudiantes de medicina, antiguos pacientes y colegas querían pasar a verle para testimoniarle su afecto y respeto.
Mas, la llegada del médico, ahora seminarista, revivió en la ciudad el debate que se dio meses antes, cuando éste partió a la Cartuja de Farneta, sobre cuál debía ser el lugar a ocupar por tan eminente personaje, si la universidad como profesor titular o la iglesia. El doctor Luis Razetti, quien siempre fue gran amigo de Hernández pese a no compartir sus ideas, lideró el debate por parte de la ciencia. Este otro sabio preguntó:
“¿Donde es más útil a la sociedad, en el laboratorio o en el seminario? Nadie tiene el derecho a censurar el acto en sí realizado por el doctor Hernández pero todos debemos lamentar su extrema decisión porque sustrae a nuestra actividad un elemento útil (…) apaga en la universidad una luz y resta una inteligencia en el concierto de las actividades científicas del país”.
Atendiendo aquellas razones, de la forma más inteligente, el Arzobispo, Monseñor Juan Bautista Castro aconsejó a Hernández:
– Usted debe volver a la universidad. La juventud lo necesita.
José Gregorio más por un acto de obediencia que por deseo, accedió a volver a la vida civil. A los pocos días estaba dando clases en la universidad y participando en investigaciones científicas, pero con el secreto propósito de reintentar su ingreso en alguna otra orden monástica. Es por ello que, sin que casi nadie lo supiera, buscó empleo como oficial de carpintería en un pequeño taller ubicado entre San Isidro y Monte Carmelo.
Todas las tardes, al salir de la universidad, el hombre se dirigía a orar en la Santa Capilla, luego con paso ligero cruzaba la avenida Este 1 (actual avenida Urdaneta) en dirección norte. Subía a pie hasta San José del Ávila y una vez en la carpintería, apartaba sombrero y saco, se arremangaba la camisa, cogía un serrucho y ponía manos a la obra. Sabía que su fracaso como Cartujo se debió fundamentalmente a la falta de fuerzas físicas y con esto esperaba acostumbrar a su débil cuerpo a las labores rudas.
En 1913 se registró su tercera tentativa, Corrió el rumor en Caracas de que el doctor Hernández se había embarcado para Roma con la intención de ingresar en el Colegio Pío Latino Americano, pero poco tiempo después sus paisanos se enteran con alarma de que el médico se encuentra sumamente grave. En efecto, una seria dolencia que lo puso al borde de la muerte, marcó su tercer fracaso. El consejo fue el mismo de las veces anteriores: Regresar a la vida laica y desde allí servir al señor. Así que decidió entonces llevar una existencia simple y en oración al lado de su hermana Isolina y ayudando como médico a sus pacientes más necesitados.
Así lo encontramos en junio de 1919 cuando el lamentable accidente le quitó la vida.
La mala noticia
César Hernández y su hijo Ernesto conversaban con Isolina, en la misma salita donde minutos antes les esperaba José Gregorio, la mujer les comunicó que el doctor había tenido que salir precipitadamente a ver a una anciana que estaba grave.
De pronto repicó el teléfono, Isolina colocó la bocina en la oreja al tiempo que saludaba. César la vio palidecer.
– ¿Cómo? ¿Qué a José Gregorio lo estropeó un automóvil?
La familia entera salió en dirección del hospital Vargas para obtener noticias, cuando llegaron supieron que estaba muerto con solo ver la grave expresión en el rostro de las personas que lo habían llevado.
Como causa del deceso se señaló fractura en la base del cráneo. El velatorio que en un primer momento decidió la familia realizar en el número 57 de Tienda Honda a Puente Trinidad terminó llevándose a efecto en el paraninfo de la Universidad Central de Venezuela donde miles de caraqueños acudieron a rendir sus respetos al querido y admirado médico. El 30 de junio, día de las exequias la ciudad se paralizó. El cortejo fúnebre que partió a las 4 de la tarde no pudo llegar al cementerio sino a las nueve de la noche. Era tal el mar de gente que lo acompañaba. Su tumba quedó tapada por una montaña de flores como tributo de un pueblo que le admiraba y agradecía todo el bien que aquel sabio obsequió con humildad y desprendimiento.
El juicio de Fernando Bustamante
El jueves 3 de julio de 1919, el juez Alejandro Sanderson decretó la detención en la cárcel pública de Fernando Bustamante de acuerdo con lo previsto en el artículo 151 del Código de Enjuiciamiento Criminal. El día 4, el indiciado y varios de los testigos rindieron declaración. Desde el principio todos coincidieron en señalar que el suceso se debió a un infortunado accidente y que no había habido de parte del acusado intención alguna de causar daño.
El proceso continuó todo aquel mes. El día 30, el señor Ramón Gómez Valero, Fiscal del Ministerio Público dirigió un oficio al juez Sanderson por el que la Fiscalía imputaba a Bustamante el delito de homicidio por imprudencia y solicitaba la pena corporal correspondiente. El primero de agosto, los miembros de la familia Hernández enviaron un escrito al juez en el que aclaraban que ellos no solicitaban castigo alguno para Fernando Bustamante pues estaban convencidos de que el suceso en el que pereció el doctor Hernández se debió a un accidente, sin intención delictuosa. Creían que lo sucedido aquella tarde del domingo 29 de junio, era la voluntad de Dios y se conformaban con acatar el designio divino.
El noble gesto de la familia del médico llevó al fiscal a rectificar su pedido. El 17 de noviembre envió un escrito al juez de la causa en el que exponía su convicción de que no existía culpabilidad alguna en Fernando Bustamante y por lo tanto pedía respetuosamente que el veredicto fuera absolutorio. El 2 de diciembre de 1919 el expediente que constaba de 55 folios fue remitido a la Corte Superior Penal. Finalmente el 11 de febrero de 1920, la Corte confirmó la absolución que se había dado días antes en primera instancia, y dispuso que se librara la respectiva libreta de excarcelación.
El acusado estaba libre, pero la terrible imagen del momento en que dio muerte a su amigo José Gregorio lo acompañaría como una pesadilla por el resto de su larga vida. Fernando Bustamante rindió su último aliento el 1° de noviembre de 1981, tenía 90 años. Su muerte ocurrió el día que la iglesia católica reserva a todos los santos.
El largo camino a la santidad
Si para Bustamante terminaba un proceso, para el doctor Hernández empezaba otro: el de la canonización. Su filantropía y honda vocación religiosa quedaron grabadas en el sentir del pueblo, que lo hizo objeto de culto y veneración. Desde el día en que se le inhumó un incesante peregrinar llegó a su tumba. La llama de la fe silvestre incendió la pradera; unos y otros referían experiencias de curación a través de José Gregorio. Al crecer la fama de santo y milagroso las visitas se multiplicaron. Miles iban a pedir algún favor o a pagar uno ya cumplido.
En 1949 la iglesia puso en marcha el proceso de beatificación, que pese al manifiesto deseo de la feligresía por un pronto y feliz desenlace, habría de tropezar con serios obstáculos. Algunos de ellos los conoceremos en las siguientes líneas; pero antes veamos como comenzó todo.
La familia del doctor Hernández decidió publicar un libro que llevara al público más luces sobre la vida y obra del célebre médico; de escaso tiraje pero de profundo interés histórico, aquella obra se agotó rápidamente produciendo entre los lectores y Ernesto Hernández Briceño, responsable directo de la publicación, un inmediato “feed back”. Cientos de cartas llegarían a sus manos, entre ellas una, que además del esperado agradecimiento contenía una oración en la que se pedía la ayuda de Dios para obtener la pronta beatificación de José Gregorio.
El autor de la misiva, quien quiso quedar en el anonimato, solicitó a Ernesto hacer las diligencias que fueran necesarias para que aquella oración fuese aprobada por la persona competente. Ernesto Hernández Briceño llevó la carta con la plegaria ante Monseñor Manuel Pacheco, Pro Vicario General de Caracas y Rector de la Santa Capilla para que este a su vez consultara el parecer del Arzobispo de Caracas, monseñor Lucas Guillermo Castillo. Se acordó entonces que el presbítero Francisco Maldonado explicara a Hernández Briceño cómo redactar un escrito dirigido a la Sagrada Congregación de Ritos de Roma solicitando de su Santidad instruir, si lo tenía a bien, la causa de beatificación del doctor Hernández. Aquella carta, previa aprobación del Arzobispo, salió a Roma el 19 de marzo de 1948.
Un año y tres meses después, el 15 de junio de 1949, el Arzobispo de Caracas nombró un Tribunal delegado que habría de llevar la causa y designó al padre Antonio de Vegamián como postulador de la misma. El 19 de junio el diario La Religión publicó un edicto que informaba a los miembros de la iglesia y a la ciudadanía de que se había dado inicio a la Primera Fase de Investigación Diocesana. El decreto exhortaba a toda persona que conociera y tratara en vida al doctor Hernández a entregar al promotor de la fe un relato breve de sus experiencias, así como cualquier texto manuscrito o impreso que poseyera del sabio. Asimismo se pedía a aquellos que tuvieran algo que decir en contra de las virtudes y milagros atribuidos a José Gregorio que notificaran sus reparos y se sirvieran declarar ante el Tribunal Instructor de la Causa.
Ocho días después, el lunes 27 de junio a las cuatro de la tarde, se congregó por vez primera en el Palacio Arzobispal el Tribunal colegiado designado para entender de la causa de beatificación. Las crónicas de aquel día relatan que antes de comenzar la sesión, el Arzobispo invitó a los presentes a su oratorio particular donde en medio de profusión de flores y luces entonó el himno del “Veni Creator” al Espíritu Santo. Acto seguido pasaron al salón del Trono en el que se verificó la reunión del Tribunal, con todas las formalidades del caso. Se ratificaron las designaciones, se juramentó a los miembros y se comisionó al Padre Postulador para que se abocara con presteza a recabar los escritos atribuidos al doctor Hernández, a quien desde ese día titularían “Siervo de Dios”. Se fijó un plazo de tres meses para la presentación de los escritos, se aprobó el uso de la oración para invocar el auxilio de Dios a favor de la pronta beatificación y se ordenó la impresión de 10.000 ejemplares de la misma.
El 29 de junio de 1949, a treinta años de la muerte del sabio, se publicó por vez primera en “La Religión” la famosa plegaria.
El 19 de septiembre de aquel año, el padre Antonio de Vegamián solicitó al Arzobispo que se comenzara a instruir el proceso ordinario. Para la primera fase de investigación se escogieron 39 testigos, entre los que destacaban los doctores Vicente Lecuna, José Izquierdo, J.M Nuñez Ponte y Pedro del Corral. Los testimonios debían ser hechos bajo juramento y tendrían valor probatorio de carácter judicial.
Lamentablemente, el proceso que en un primer momento se evacuó con cierta diligencia tuvo una importante interrupción que se extendería por más de 8 años. En aquella parálisis convergieron varios motivos; tal vez el más importante de ellos, una disputa personal entre el arzobispo de Caracas monseñor Lucas Guillermo Castillo y su asistente, el entonces Vicario General Nicolás Eugenio Navarro; este último expuso serias objeciones a la causa de beatificación del doctor Hernández, movido según quienes lo conocieron, por el resentimiento que sentía en contra de monseñor Castillo.
Navarro alegaba no haber sido consultado sobre aquel importante asunto; criticó acremente la designación de Vegamián como Postulador y restó meritos a la figura del doctor Hernández, a quien no consideraba con la suficiente talla histórica ni espiritual, recordó su fracaso como cartujo e hizo notar su extravagancia en el vestir, además señaló que “entre sus discípulos se podían contar varios que se distinguían por su impiedad”.
Esas objeciones no podían ser ignoradas por provenir de un alto prelado de la iglesia y se incorporaron al expediente en donde estarían haciendo contrapeso por varios años. Ahora bien ¿Qué podía motivar a monseñor Navarro, quien conoció personalmente a José Gregorio y acudió a elogiarle en su tumba, a presentar ahora tan duras objeciones? Quienes lo conocieron afirmaban que el encono sentido hacia Lucas Guillermo Castillo y que rebotó contra el postulado, tenía su origen en el hecho de no haber sido electo Arzobispo de Caracas, uno de sus más anhelados deseos.
Nicolás Eugenio Navarro en el que hay que reconocer a uno de los más importantes personajes de la iglesia católica y de la historiografía nacional fue postulado en cuatro ocasiones al cargo de Arzobispo; sin embargo, por razones que escaparon a su control, enmarcadas en luchas intestinas de la curia metropolitana, jamás llegó a ser electo, pese a reunir incuestionables meritos. Para entender bien esto es necesario que nos remontemos a uno de los más sombríos periodos de la iglesia venezolana.
A raíz de la muerte del Arzobispo de Caracas monseñor Juan Bautista Castro, el 7 de agosto de 1915, se puso por primera vez sobre la mesa el nombre de Navarro como candidato al arzobispado. Su postulación la apoyaba el presidente provisional Victorino Márquez Bustillos, además de Navarro fue propuesto el presbítero Buenaventura Núñez quien ejercía para la época de Vicario Capitular, a este le apoyaba el internuncio Carlo Pietropaoli; pero como desde el 24 de diciembre de 1899 (fecha del nombramiento de J.B. Castro como Vicario General) sectores de la iglesia en Caracas se mantenían en permanente conflicto por el control de la Arquidiócesis, ambas candidaturas fueron desechadas a favor de un foráneo, el presbítero Felipe Rincón González.
Vale decir, antes de continuar, que aquel enfrentamiento entre el Cabildo Metropolitano y la Arquidiócesis llevó incluso a monseñor Juan Bautista Castro a denunciar el 19 de febrero de 1906 ante el entonces presidente de la república, Cipriano Castro un intento de asesinato en su contra. Dejemos que sean sus propias palabras las que nos den luces sobre tan terrible hecho:
“Una mano enemiga puso ayer en la vinajera del vino con que iba a celebrar la Santa Misa, una buena cantidad de nitrato de plata, con la intención, sin duda, de envenenarme o de causarme grave daño. El autor de esta maldad que llega hasta el crimen no es ninguno de los que viven conmigo en el palacio: de esto estoy completamente seguro. Conocí el hecho en el acto de tomar el nitrato en la Misa, que yo creía que era el vino consagrado: nada me ha sucedido, a Dios gracia, porque esa sustancia no perjudica sino en muy grande cantidad, según me han dicho los médicos, pero imagínese Ud. cual habrá sido mi impresión y mis tristes pensamientos” (Extracto de carta de monseñor Juan Bautista Castro al presidente Cipriano Castro, fechada el 19 de febrero de 1906).
Siendo entonces que Nicolás Navarro fue uno de los más fieles acólitos de monseñor Castro, no se consideró prudente seguir apoyando su candidatura a la sucesión y se optó por la fórmula antes citada.
Sin embargo el gobierno diocesano de Felipe Rincón González no estaría tampoco exento de problemas originados en el viejo deseo del Cabildo de tomar control de la Arquidiócesis y terminó siendo víctima de una denuncia en torno al presunto manejo irregular de las finanzas para lucrarse y favorecer a familiares. Las acusaciones, que llegaron a ser procesadas por el vaticano, salpicaron a monseñor Navarro, quien por mera casualidad se enteró de aquel asunto. El hecho es que monseñor Basilio De Sanctis, encargado de negocios de la nunciatura, implicó a Navarro como cómplice del Arzobispo Rincón González en el pretendido manejo turbio de las finanzas. Esta acusación terminaría afectando, como lo veremos en los siguientes párrafos, una futura candidatura de monseñor Navarro a la vicaría general con derecho a sucesión.
En junio de 1937 el Arzobispo de Caracas, Felipe Rincón González, ante la fuerte presión anímica que vivía por las investigaciones a las que era sometido, propuso a monseñor Nicolás Navarro como Vicario General y coadjutor, solo que al mismo tiempo el nuncio Luigi Centoz, presentó el nombre del presbítero Pedro Pablo Tenreiro.
Monseñor Rincón González rechazó aquella propuesta y envió un telegrama a su santidad en Roma solicitando el visto bueno para la candidatura de Navarro. La respuesta a aquel telegrama jamás llegó. Aparentemente el hecho de haber sido enredado en la presunta malversación de bienes de la arquidiócesis impidió que el vaticano aprobara la candidatura de monseñor Nicolás Navarro.
En el primer semestre de 1938, la problemática de la iglesia era tan grave que el Papa Pío XI decidió enviar a Monseñor Maurilio Silvani, nuncio apostólico en Haití en misión especial a Venezuela con la tarea de enderezar los entuertos causados por la Visita Apostólica que procesaba las denuncias hechas en contra del Arzobispo Rincón.
Silvani, luego de investigar en el terreno y escuchar a las partes, sopesando la situación propuso dos salidas: una era dar la coadjutoría con derecho a sucesión a monseñor Navarro y la otra más drástica promover la renuncia del Arzobispo Felipe Rincón González con el nombramiento directo de Navarro en el cargo. Había una condición para esta segunda opción y era la de que Navarro nombrase de una vez un coadjutor que ayudara a “dulcificar” sus decisiones como Arzobispo, dado que era conocida su aversión por los que participaron en la investigación contra Felipe Rincón.
Logrado por fin el acuerdo entre los sectores en pugna, se pasó a consultar con el ejecutivo nacional, tal como lo mandaba la ley de patronato; luego de varias reuniones, el presidente Eleazar López Contreras quien no se mostraba de acuerdo con la renuncia del Arzobispo Rincón, por considerar que lesionaría su dignidad, terminó aceptando la formula de la coadjutoría. En este punto todo parecía solucionado pero un hecho, que no puede sino calificarse de bochornoso, vendría a dar al traste con la tercera postulación de monseñor Nicolás Eugenio Navarro.
El viernes 8 de julio de 1938, el presidente López Contreras, en reunión con el gabinete ejecutivo planteó la candidatura de Navarro a la coadjutoría con derecho a sucesión. El Dr. Cristóbal Mendoza, ministro de Hacienda pidió la palabra y comenzó su intervención elogiando los conocidos meritos académicos y espirituales del prelado pero finalmente declaró que “él se consideraba autorizado para hablar en nombre de la sociedad de Caracas y en consecuencia, podía asegurar que ésta no vería jamás con agrado en el trono arzobispal capitalino a un individuo de color”. Sus colegas enmudecieron, tal vez por sorpresa o aprobación y el presidente prefirió evadir el espinoso asunto pasando al siguiente punto de la agenda.
Al problema se le buscó una salida elegante enviando a Navarro al Congreso de Historia de Bogotá, como parte de la delegación venezolana. Así que en lugar de verse en camino de ocupar la mitra de la sede metropolitana, el sorprendido prelado se vio de pronto en un viaje que no tenía para nada previsto y que de seguro le causo un amargo desencanto.
Luego de ser descartado por su color de piel, monseñor Navarro tendría una cuarta oportunidad en abril de 1939, pero en esa última ocasión fue impugnado por el vaticano debido al temor que aún provocaban las viejas rencillas de la curia caraqueña, en las que Roma lo veía como parte actora.
El 29 de mayo de 1939 el Congreso Nacional eligió a monseñor Lucas Guillermo Castillo como Arzobispo Coadjutor de Felipe Rincón González. Las aspiraciones de monseñor Navarro llegaban así a su fin.
El 17 de abril de 1941, monseñor Lucas Guillermo Castillo nombró a Navarro Vicario General y Provisor, en una decisión que fue ampliamente criticada y que debió de defender con diversos argumentos. En ese cargo lo acompañaría Navarro hasta el 3 de mayo de 1952 cuando hubo de presentar su renuncia ante el nombramiento de Rafael Arias Blanco como Coadjutor. De esa ocasión se conserva una carta de renuncia en la que se percibe el dolor y la amargura de Navarro ante lo que él consideraba un progresivo e injustificado aislamiento de sus funciones como Vicario en los que según sus propias palabras “se vio obligado a retraerse, reduciendo su actividad en términos hartos limitados y viviendo casi extraño a los asuntos ordinarios del despacho”.
El Arzobispo Lucas Guillermo Castillo murió el 9 de septiembre de 1955. Tocaba ahora a monseñor Rafael Arias Blanco tomar el testigo en la causa de beatificación del doctor José Gregorio Hernández.
Sin embargo, nada se retomaría sino hasta el 21 de enero de 1957, cuando el nuevo arzobispo designó a monseñor José Rincón Bonilla como postulador de la causa. A esa altura solo se completaron tres sesiones de interrogatorios y muchos de los 39 testigos propuestos por el padre Vegamián estaban muertos; así que se optó por comenzar de nuevo el proceso informativo, el 28 de enero Rincón Bonilla presentó una nueva lista de 13 testigos que terminaría ampliándose a 16. Los interrogatorios se llevaron a cabo entre el 11 de febrero y el 16 de diciembre de 1957. El 8 de octubre de ese año, el Nuncio Raffaele Forni envió a la Sagrada Congregación de Ritos una carta de monseñor Navarro en la que éste exponía sus reparos al proceso de beatificación y dejaba ver la molestia sentida en contra de Monseñor Lucas Guillermo Castillo.
A las nueve y cuarto de la noche del 30 de septiembre de 1959 perdió la vida en un accidente de tránsito, monseñor Rafael Arias Blanco dejando vacante el solio arzobispal; que no sería ocupado sino hasta el 31 de agosto de 1960 por Monseñor José Humberto Quintero. En la madrugada del 6 de noviembre de ese mismo año llegó a su fin la existencia terrenal del prelado Nicolás Eugenio Navarro, el hombre que se opuso a la beatificación de José Gregorio. Monseñor Navarro entregó su alma en la vieja casona que ocupaba entre las esquinas de Torre a Madrices en la que fue asistido al final de sus días por el ayuda de cámara y secretario señor Hipólito Mújica y Sor Trinidad, religiosa de la orden de las Hermanas Franciscanas.
En 1961 luego de un feliz interludio para la feligresía católica por el nombramiento de José Humberto Quintero como primer cardenal de Venezuela, la Sagrada Congregación de Ritos autorizó por decreto la apertura de un proceso informativo adicional en el que se evaluarían las observaciones formuladas por monseñor Nicolás Navarro en contra de la beatificación. El 24 de julio el Cardenal Quintero designó el tribunal que se encargaría de instruir ese proceso. Ese tribunal interpeló a 7 testigos y encargó a monseñor Jesús María Pellín la elaboración de una biografía psicológica de monseñor Navarro, en esta el conocido director del diario “La Religión” concluyó que pese a ser Navarro un hombre de singular talento, era a la vez una persona de carácter difícil y amargo, soberbio y crítico acérrimo de todo proyecto que no emprendiera él mismo.
Finalmente, el 16 de octubre de 1961 el tribunal diocesano desestimó los reparos hechos por Navarro en contra de la fama de santidad de José Gregorio concluyendo que “la oposición del prelado no era contra las virtudes del Siervo de Dios, sino contra su superior monseñor Castillo, porque no podía aceptar que lo hubiesen nombrado Arzobispo de Caracas, y difícilmente podía disimular los sentimientos de aversión, molestia y disgusto inspirados por el hecho de que el nombramiento recayera en monseñor Castillo y no en él”.
Se franqueaba de esta manera uno de los más importantes obstáculos puestos en el camino de José Gregorio para alcanzar la santidad. El 2 de abril de 1964, la Sagrada Congregación de Ritos al no conseguir más objeciones emitió un decreto en el que certificaba que no había trabas que impidieran continuar el proceso.
El 29 de junio de 1969, con motivo del cincuentenario de la muerte del Dr. Hernández, Roma ordenó la revisión de sus restos, para entonces el postulado estaba en la fase final del examen para ser proclamado como Venerable. La revisión debía efectuarse en presencia de dos médicos, un juez, dos testigos y el Vice Postulador de la causa.
En aquella ocasión, su tumba recibió la visita del doctor Rafael Caldera, presidente de la república, quien llegó acompañado de su esposa y parte del gabinete ejecutivo. El presidente luego de conversar con el obispo auxiliar de Caracas, Monseñor José Rincón Bonilla, anunció al país la intención de erigir un mausoleo en otro sitio del cementerio que sirviera para alojar más dignamente a los restos del Siervo de Dios.
Aquel proyecto sería finalmente desechado; a medida que pasaban los años, más y más visitantes acudían a la tumba. La situación se fue haciendo incontrolable; pese a que en 1970 se colocó una reja techada para impedir el acceso directo de las personas, igualmente se iban acumulando flores, estampas, placas de agradecimiento, recipes, exámenes médicos, toda suerte de papeles y velas, muchas velas. Hasta que ocurrió lo que tenía que ocurrir en cualquier momento. Se desató un incendio en el lugar. La ocurrencia del siniestro llevó a que se tomara la decisión de trasladar los restos mortales a la iglesia de La Candelaria, el acto de exhumación sería aprovechado para cumplir con el requisito de la revisión ordenada por el Vaticano.
A las 7:15 de la mañana del jueves 23 de octubre de 1975, dio comienzo el acto que permitiría exhumar los restos, trasladarlos a su nuevo sitio de descanso y proceder a la revisión protocolar. La ceremonia se efectuó en forma privada y sin notificación previa para evitar la natural aglomeración de fieles. Alrededor de la tumba se encontraban, entre otros, Monseñor José Alí Lebrún, Monseñor José Rincón Bonilla, el señor René Carvallo quien era sobrino – nieto del doctor, el doctor Carlos Travieso que fue uno de los que lo atendió cuando lo llevaron moribundo al hospital Vargas, el doctor Fermín Vélez quien junto a Travieso participaría más tarde en la revisión de los restos y el reverendo Luis García, capellán del Cementerio General del Sur. Como testigos e invitados especiales acudieron los señores Crisólogo Ravelo y Vicente Jordán, los obreros del cementerio que en 1939 realizaron la primera exhumación.
Ravelo y Jordán comentaron a los presentes que la tumba era doble y que en la misma debían estar dos urnas, la primera, más grande y de madera correspondía a César Hernández y la segunda más pequeña y de concreto era la del Siervo de Dios. Luego de remover dos metros de tierra, las palas se toparon con la gruesa losa de cemento, la misma fue cuidadosamente removida y en el primer nicho se podía ver el primer féretro, el que pertenecía al hermano de José Gregorio. La antigua urna de madera se había desintegrado por completo, pero la parte interna de zinc se halló en perfecto estado, ese cajón de metal se colocó dentro de una nueva urna de madera que se había traído desde los depósitos del cementerio.
Posteriormente, los obreros se dispusieron a abrir la bóveda inferior; al retirar la tapa de concreto lo primero que hallaron fueron dos latas llenas de tierra, que pertenecieron a la primera tumba del doctor. Más abajo estaba la pequeña urna de cemento en la que se colocaron los restos exhumados en 1939. En ese momento, Monseñor Lebrún rezó el salmo 130 “De profundis clamavi ad te, Domine” en latín y castellano. Luego la urna fue subida a una carroza fúnebre que la trasladaría hasta la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria.
En aquel templo se verificaría, horas más tarde, la inspección canónica y se levantaría un acta que sería enviada al Vaticano.
El 16 de enero de 1986, luego de aprobar a José Gregorio el ejercicio heroico de las virtudes cristianas se le otorgó el título de Venerable, antepenúltimo escalón en el largo camino de la santidad. En los meses recientes ha crecido la expectativa entre los fieles sobre su posible beatificación debido a que el 25 de septiembre de 2013 el Papa Francisco manifestó interés por la aceleración de esta causa.
– ¿A qué se debe que esté tan contento doctor?
– ¡Cómo no voy a estar contento!- Respondió Hernández con un brillo especial en la mirada – ¡Se ha firmado el Tratado de Paz! ¡El mundo en paz! ¿Tiene usted idea de lo que esto significa para mí?
El amigo complacido lo secundó en su entusiasmo y entonces el médico acercándose a él y bajando la voz, le dijo en tono íntimo.
– Voy a confesarle algo: Yo ofrecí mi vida en holocausto por la paz del mundo… Ésta ya se dio, así que ahora solo falta…
Un gesto radiante interrumpió su frase, el otro se alarmó un poco por lo que acababa de escuchar pero no imaginó lo cerca que estaba de cumplirse aquella ofrenda.
El hombre que mató a José Gregorio
A los 28 años, Fernando Bustamante experimentaba la felicidad del hombre llano; poseía un taller mecánico; estaba casado; tenía dos hijos y su esposa estaba encinta. Sus seres más queridos disfrutaban de buena salud, especialmente su madre que recientemente había sido tratada y curada por el doctor José Gregorio Hernández, amigo y antiguo profesor de Bustamante en los tiempos en que éste estudiaba bachillerato. En 1918, año de la terrible gripe que asoló al mundo, el doctor Hernández arrebató de las garras de la muerte a la hermana del mecánico. Agradecido con el noble galeno, Fernando Bustamante le pidió ser el padrino del hijo que estaba por nacer, honor que José Gregorio aceptó conmovido.
El domingo 29 de junio de 1919, Bustamante cerró el taller a la 1:30 de la tarde. Tenía hambre y lo único que deseaba era llegar a comer. Trece días antes, la Gobernación le había otorgado el certificado que lo autorizaba a conducir automóviles, con lo que pasó a ser oficialmente el “chauffer”, número 444 de la ciudad. Abordó su Essex 1918, precioso ejemplar de la famosa serie “Super Six” fabricado en Detroit por la casa Hudson y comenzó a subir por las angostas y solitarias calles rumbo a La Pastora.
Cercana a la montaña que separa a Caracas del mar, La Pastora era por entonces el lugar predilecto para vivir, por su tranquilidad y clima siempre agradable. En las madrugadas, se oía el armónico paso de mulas que bajaban cargadas de mercancías por el viejo camino de los españoles y que los arrieros llevaban a la zona comercial de la ciudad. De cuando en cuando pasaba algún tranvía que por módico precio llevaba a los viajeros hasta el opulento barrio de El Paraíso haciendo escala en la Plaza Bolívar.
Justo allí y poco antes de que Bustamante emprendiera la marcha, Mariano Paredes, motorista de la unidad 27 de la compañía de tranvías eléctricos, esperaba pasajeros que llevar a La Pastora. El coronel Eduardo Baptista, quien vivía en el 211 de Santa Ana a Providencia, subió ágilmente por uno de los estribos y fue a sentarse atrás. En los asientos delanteros estaba el joven empresario Juan Antonio Ochoa y saltando de un puesto a otro para cobrar los pasajes, el colector Alfonso Timaury. A las dos en punto, la pesada maquina comenzó a moverse.
Quince minutos después entraban a La Pastora. Mariano Paredes paró el tranvía frente a la zapatería vecina a la botica de Amadores para que bajara uno de los pasajeros. En la casa de enfrente, el número 29 de la esquina de Guanábano, la señorita Angelina Páez veía pasar la vida sentada en el poyo de la ventana. No imaginaba que estaba a punto de presenciar uno de los hechos más terribles y tristes de la historia venezolana.
Camino a la muerte
José Gregorio Hernández seguía sentado al lado de la gran imagen de yeso de San José que tenía en la sala de su casa. Varios amigos habían pasado a congratularlo por su aniversario de grado. Como todos los domingos, esperaba compartir la tarde en familia hasta que llegara la hora de la misa vespertina. A las dos, tres aldabonazos estremecieron la vieja puerta de madera en la casa de los Hernández. Al abrirla, Isolina se halló frente a un vecino alarmado que preguntaba por su hermano. El médico salió al encuentro del recién llegado quien le urgió a que ocurriera a la cuadra de Cardones, donde una de sus pacientes, una anciana de escasos recursos, se encontraba gravemente enferma.
Con la presteza del caso, el doctor tomó su borsalino y salió al encuentro de la necesitada; en la siguiente esquina entró a la botica de Amadores para comprar unas medicinas, pues sabía que la pobre señora no tenía dinero para adquirirlas. El boticario Vitelio Utrera preparó rápidamente la fórmula indicada por el doctor Hernández y se la entregó.
Una cuadra más abajo aparecía el Essex de Fernando Bustamante, quien tocó el claxon al tomar el desvío de Guanábano a Amadores; al ver el tranvía parado en la esquina embragó a tercera y giró el volante a la izquierda, el coronel Baptista le vio rebasar al coche eléctrico a unos 30 kilómetros por hora. Poco antes, el pasajero Juan Antonio Ochoa había visto al doctor Hernández salir de la botica y colocarse frente a la unidad conducida por Paredes; apurado como estaba por el estado de la paciente, el médico se dispuso a cruzar la pequeña avenida para bajar a Cardones.
– Ni él pudo ver el carro, ni yo lo pude ver a él- relataría 30 años después Fernando Bustamante al entonces joven reportero Oscar Yanes en una entrevista que concedió al periódico donde éste laboraba, con la expresa condición de que su nombre no fuera revelado.